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Un cuento para leer el 9 de julio

El cañoncito de plomo

De “Aquel baile del 10 de julio de 1816” (SM, 2016)


El cañón le raspaba la pierna. Lo tenía en el bolsillo, en el fondo, con algunas migas y las piedritas para jugar al tinenti. Era grande como una de las ranitas que pescaba a orillas del río Salí, en las afueras de la ciudad. Y pesado. No sólo porque era de plomo, también por la culpa.

El cañoncito no era como los que había en La Ciudadela. Esos eran de verdad, cañones de bronce montados sobre cureñas con ruedas de madera. Había que verlos cuando el General ordenaba salvas durante los ejercicios militares. El estruendo hacía volar los pájaros de los árboles, los perros aullaban sin saber por qué y la tierra temblaba (temblaba de gusto, le parecía al mocito).

Un día, los artilleros estaban practicando tiro sobre un blanco que era una lona extendida entre dos palos. Había que calcular la trayectoria del proyectil, evaluar cómo estaba ajustada la mira, examinar si la pólvora era suficiente. También era necesario entrenar a los servidores de los cañones para cargar y disparar con la rapidez necesaria en una batalla.

En medio de los ejercicios, el General reparó que un foso abierto al pie del blanco estaba lleno de chicos que esperaban para recoger las balas. Lejos de agazaparse a la orden de fuego, aguardaban los proyectiles con desprecio del inminente peligro que corrían.

Contrariado, el General llamó a un edecán y le dijo un poco en serio y un poco en broma: -“Vaya y arrójeme dígales que hagan caso de las balas”. Hacía años que la guerra era una experiencia cotidiana en la vida de los tucumanos. Incluidos los chicos, que gustaban del humo de la pólvora.

Juan Bautista era un changuito, recién el mes próximo cumpliría los seis años. Pero tenía libertades que los otros chicos no tenían porque su padre Salvador lo llevaba en sus frecuentes visitas al General en la casa de La Ciudadela.

A la hora de la siesta, en el campamento no había nadie. Entonces el mocoso se escapaba y se iba donde dormían los cañones tibios del sol de verano. Se asomaba a las bocas amenazantes de fuego. Se trepaba y los jineteaba como si fueran caballos. Se imaginaba un ejército enemigo felizmente derribado por la metralla.

Todas esas fantasías cabían en el cañoncito que ahora llevaba en el bolsillo. Porque ese cañoncito era un juguete de la imaginación.

Sucede que el General se encerraba con sus oficiales a jugar con réplicas de plomo de los cañones de veras. Sobre un tapiz disponían los cañoncitos, que representaban las doce piezas de artillería con que contaba el ejército. Alrededor ubicaban cuatro cartoncitos, que simbolizaban los cuatro batallones de infantería, y, a los costados, dos caballos de ajedrez que figuraban los dos regimientos de caballería. En total, eran dos mil setecientos soldados.

Los realistas eran cuatro mil quinientos. Tenían el prestigio de haber vencido a las tropas de Napoleón. Cómo sería que al regimiento de infantería de Gerona le decían El Temido. Eran los mejores soldados de Europa. Y se venían por la quebrada de Humahuaca.

El General y su plana mayor sabían de los planes de invasión, de modo que se pasaban las horas planeando cómo situar al ejército entre los cerros de los siete colores. Ideaban combates imaginarios y desplazaban sobre el tapiz los caballitos de ajedrez, los cartoncitos de infantería, los doce cañoncitos de plomo. Unas cartulinas rojas representaban al enemigo.

En el tapiz sucedía el entrevero de las lanzas y los sables a todo galope seguido del ataque arrollador de las bayonetas de los infantes. Pero siempre era fundamental el fuego de mentira de la artillería. Los doce cañoncitos patriotas.

Una mañana cualquiera el General mandó interrumpir las batallas imaginarias para instruir a los reclutas que acababan de incorporarse al ejército. A Juan Bautista le encantaba ver cómo las filas de hombres se movían concertadamente  como si fueran soldaditos de plomo. ¡A la de…re!, giro a la derecha. ¡Media… vuel!, medio giro. ¡Alt...!

Pero esa mañana el rapaz se quedó en la casa. Sobre el tapiz habían quedado olvidadas la caballería, la infantería y la artillería de ficción. Fue entonces cuando ocurrió.

El chico deslizó un cañoncito sobre el tapiz y disparó. ¡Pum! El estruendo desbarató tres o cuatro cartulinas rojas. Disparó otra vez: ¡Pum! Otras cartulinas rojas. En eso, sintió un ruido en la galería. El General volvía. Se asustó.

Sin pensarlo, Juan Bautista se guardó el cañoncito en el bolsillo y salió corriendo.

Casi enseguida, su padre lo llamó. Era hora de regresar a casa. No tuvo tiempo para devolver el cañoncito a su lugar en el tapiz sin que nadie se diera cuenta. Y se fue con el cañoncito, que le pesaba enormemente en el fondo del bolsillo.



No tardaron en llegar. Juan Bautista vivía a diez cuadras de La Ciudadela, en la calle del Cabildo, enfrente a la Plaza Mayor.

La Plaza Mayor no era plaza, ni mayor, ni nada. Sólo un extenso cuadrado donde crecían los yuyos como se les antojaba. De vez en cuando se veía alguna vizcacha que tenía su guarida en los jardines del convento de San Francisco.

En las noches de verano, la plaza se llenaba de luciérnagas que encendían y apagaban su luz verde. Juan Bautista las cazaba cuidadosamente con una red y las metía en un frasco transparente para que iluminaran. Esto rara vez ocurría, los bichitos de luz perdían su brillo con el encierro por más que fuera un encierro transparente.

Pero ahora el mocito no estaba para juegos. La angustia se lo comía.

Su padre le pidió que le ayudara a abrir la tienda. La casa en la que vivían tenía dos cuartos a la calle donde Salvador había puesto una tienda, que atendía personalmente.

El de tendero era uno de los oficios más distinguidos en aquella época. Cuando llegaba un cargamento de mercaderías, las vecinas acudían en masa a curiosear  las novedades. Que si había traído mahón (una tela fuerte y fresca de algodón escogido) de Menorca, que si había traído loza de Whiteware de Londres… Pero eran tiempos de guerra y esos artículos de lujo no se conseguían ni siquiera de contrabando.

Más allá de eso, la tienda de Salvador tenía de todo. Pañuelos amarillos, tiradores trenzados, millares de agujas, ovillos de hilo, resmas de papel fino. También despachaba productos de botica.

Algunas mujeres compraban albayalde, un polvo blanco que mezclaban con miel para untarse el rostro. Se dejaban la mascarilla toda la noche y, al levantarse, se lavaban con agua fría convencidas que su cutis había adquirido la palidez que estaba de moda. Otras compraban sal de Inglaterra para las uñas encarnadas y los pies cansados.

El tendero metido a boticario preparaba agua de azahar machacando flores de naranjo. Las niñas se ponían la loción en las sienes cuando les daban sofocos. También producía aceite de alcanfor. No había nada que no curara el aceite de alcanfor: los calambres, el dolor de estómago, la colitis. Y, si se embebía un trapo con el líquido y se quemaba, no quedaba un mosquito en una cuadra a la redonda.

Salvador preparaba sus mejunjes en un cuartito, pero los olores se esparcían por toda la casa. El aroma dulce del agua de azahar se mezclaba con el olor a alcanfor, que se parecía un poco a la menta. Sin embargo, lo que realmente flotaba en el aire era una como una neblina de tristeza.

Es que Josefa, la esposa de Salvador, había muerto cinco meses después del nacimiento de Juan Bautista. Tenía apenas veinticinco años. “Mi madre había cesado de existir, con ocasión y por causa de mi nacimiento. Mi nacimiento fue mi primera desgracia”, diría el mocito cuando fuera grande.

Su hermana María del Tránsito le hacía de madre, pese a que tenía sólo diez años. Lo hacía con el mismo instinto con el que las chicas juegan con las muñecas. Lo abrigaba a la noche. Le contaba cuentos para que se durmiera. Y lo peinaba muchas veces, más veces de las que Juan Bautista quería.

No le contó del cañoncito a María del Tránsito, seguramente lo reñiría. Se fue derecho al segundo patio de la casa. Ahí estaba el común (así se llamaba entonces a las letrinas), las plantas de lavanda para neutralizar los males olores y el fogón, el dominio de Francisca, la esclava que cocinaba unas maravillosas tortas de harina y agua sobre el rescoldo.

La mulata también le hacía de madre. Cuando se peleaba con su hermano Manuel, siempre tomaba partido por Juan Bautista. Y más de una vez lo retaba como si fuera su propio hijo, Modesto, que, aunque algo mayor, era su mejor amigo.

No más verlo, Francisca comprendió que algo pasaba:

-¿Qué así, Juan? Andai con la pera. (Francisca había nacido en Yerba Buena y su habla era el habla del pueblo).

-Nada. ¿Podemos jugar al aro afuera? (Los chicos acostumbraban jugar haciendo rodar un aro de barril con un palo).

-Ta’ bien. Vaisé, niño.

Los chicos salieron haciendo bulla con los aros para que los oyera Francisca, pero apenas dieron la vuelta la esquina se sentaron a charlar. Juan Bautista le contó todo a Modesto. Que el General imaginaba batallas imaginarias. Que ese era un modo de inventar tácticas para parar a los realistas. Que las doce piezas de artillería eran fundamentales en todos los combates. Que los doce cañoncitos de plomo representaban esas doce piezas. Qué él se había llevado uno casi sin querer.

-¿Y diái?, preguntó Modesto.

-¿Cómo diái? ¿No te das cuenta que al General puede faltarle uno de los cañones justo cuando tenga que enfrentar a los maturrangos?

Juan Bautista pensaba raro. Tal vez por las creencias que había aprendido de Francisca. Por ejemplo, ella le decía a su hermano Manuel que no la mirara cuando estaba batiendo la mayonesa porque tenía la mirada “fuerte” y se la iba a cortar. Como si hubiera alguna relación entre la mirada y el punto de la mayonesa. Como si hubiera alguna relación entre los cañones de bronce de veras y los cañoncitos de plomo de mentira.

Modesto le dijo que una cosa no causaba la otra, que la falta del cañoncito de plomo no significaría que el General perdiera batalla alguna. Pero su amigo estaba obsesionado con la idea y propuso un plan: ir a la casa de La Ciudadela y reponer el cañoncito al tapiz de donde nunca debería haber salido.

-Ahicito nomá’…, se burló Modesto, a quien las diez cuadras que había que caminar le parecían una distancia de acá a la luna.

Pero no era el único inconveniente. ¿Cómo sortear la guardia de La Ciudadela? ¿Cómo entrar a la casa del General? ¿Y si él estaba ahí y los sorprendía? ¿Qué pretexto le darían para justificar su presencia?

Discutieron un largo rato mientras caminaban por la plaza pateando tréboles. El plan de Juan Bautista era muy riesgoso. 

El sol empezó a inclinarse en el cielo. Las sombras de Modesto y Juan Bautista se alargaban sobre las calles de tierra. La de Juan Bautista parecía más larga, más afligida.

Hasta que, de pronto, se le ocurrió:

-Padre me dijo que mañana van a hacer un baile en lo de doña Bazán. Van a celebrar… no sé qué. Pero va a ir el General. Me voy tempranito, lo espero y, sin que se dé cuenta, le deslizo el cañoncito en un bolsillo del uniforme. ¿Qué te parece?

A Modesto le pareció bien. Estaba empezando a hacer frío y quería irse a casa cuanto antes.



Al día siguiente, antes de que cayera la tarde, Juan Bautista se apostó en la puerta de la casa de doña Bazán, al lado de una de esas columnas extrañísimas, como torcidas. Había llegado temprano, pero ya había varios chicos prendidos de las rejas. Aprovechando que era bajito, se coló en la primera fila.

Detrás quedó María del Tránsito. La única manera de que Francisca le diera permiso para salir había sido que su hermana lo acompañara. Ella estaba encantada. Vería pasar a las niñas emperifolladas y sus galanes militares, un espectáculo inusual en aquella aburridísima aldea.

Los invitados fueron llegando cuando empezaban a encenderse los candiles. El primero fue el gobernador de la provincia en su uniforme de coronel mayor de dragones, Bernabé Aráoz, que era tío de Juan Bautista.

Los Aráoz formaban un clan en San Miguel de Tucumán. El que no era tío de un Aráoz era primo o sobrino de otro Aráoz. Juan Bautista estaba emparentado con la familia Aráoz porque su madre había sido una de ellos: Josefa Aráoz.

De allí que conociera a muchos de los que asistirían al baile, como el teniente coronel Gregorio Aráoz de La Madrid, que era su primo. A otros los había visto en La Ciudadela, como el coronel José María Paz, que traía el brazo en cabestrillo por la herida que había recibido en combate. Paz era uno de los que jugaba a la guerra sobre el tapiz. Cuando lo vio, Juan Bautista se escondió detrás de los otros chicos. No quería que lo reconociera.

Pero el General no llegaba. Algunos de los invitados, al reconocerlo, le revolvía el pelo al pasar en un gesto cariñoso, cosa que el chico aborrecía. Lo único que quería era que llegara el General.

Ya lo tenía decidido. Se pondría a su costado y, en algún momento de descuido, metería el cañoncito en un bolsillo del General. Y, si no podía, lo encararía, le daría el cañoncito y le pediría perdón. Después asumiría el castigo a pie firme.

Seguía llegando gente. Ahí entraban José Talavera, su esposa doña Mauricia y Arcadio, un mozalbete con una holgada levita de paño azul en la que parecía sentirse incómodo. Detrás, don Victoriano y su hija María de los Dolores Helguero, que era bellísima. Pero el General no…

…¡Ahí estaba! ¡El General!

Juan Bautista dio unos tímidos pasos hacia él. Pero, al mismo tiempo, varias damas corrieron como gallinas a darle la bienvenida. Lo envolvieron en un alboroto de cacareos y amplias faldas de seda. Hasta los mocosos encaramados en las rejas abandonaron sus puestos y lo rodearon dando exclamaciones de júbilo.

El General, lejos de detenerse, saludaba con la cabeza hacia uno y otro lado y seguía su camino a paso redoblado. Juan Bautista era muy menudito. No podía acercarse. ¡General!, pero el bullicio tapó su voz niña.

El General ya estaba cerca de la puerta. El chico hizo un último esfuerzo; dio un codazo, gritó ¡General! otra vez…

Pero el General, finalmente, entró. Juan Bautista quedó solo ante a la puerta ahora vacía, desolada, con el cañoncito de plomo en la mano.



El Tuerto Talavera creía recordar que cuando, después de muchos años, Juan Bautista Alberdi volvió a su Tucumán natal llevaba en el bolsillo de su chaleco un misterioso amuleto.

Era un cañoncito de juguete con el caño levemente curvado. Decía, Juan Bautista, que ese cañoncito de plomo oxidado por el tiempo daba suerte. Lo probaba el hecho de que el General Manuel Belgrano no hubiera sido derrotado nunca más después de 1816. Quién sabe por qué lo decía.

El cañoncito de plomo: Sobre nosotros
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